Nos callamos, nos contenemos, nos quedamos en la zona de confort porque es más fácil que enfrentar lo desconocido. Preferimos la seguridad del refugio que alguna vez fue el útero. Un espacio pequeño, cálido, sin riesgos.
Nuestro mundo inicial, en el vientre de mamá, era el lugar más seguro. Pero tras nueve meses, incluso ese lugar perfecto nos empujó a salir.
No fue una elección: la vida nos permitió respirar por nuestra cuenta. Queríamos usar la nariz para capturar oxígeno directamente. Nacer es el primer acto de crecimiento personal.
Tenemos la pulsión de mover el cuerpo, desarrollar lo que somos y explorar lo que podemos ser. La vida nos ofrece un mundo de posibilidades gracias al milagroso hecho de existir.
Si no nos atrevemos a salir, convertimos la seguridad en una prisión. Ese lugar seguro puede atraparnos si no salimos a tiempo.
Silenciamos nuestra verdadera voz. Nos negamos la posibilidad de cantar nuestra canción, de convertirnos en una obra de arte. Dejamos que suceda la tragedia de morir con nuestra canción enterrada en la garganta.
Vivimos en una sociedad diseñada para la gratificación instantánea, que nos hace sentir seguros mientras nos arrulla con calientes cojines existenciales. Buscamos estímulos que generan dopamina, endorfinas, serotonina y todas esas -inas que nos hacen sentir bien.
Anestesiamos el deseo de crecer.
Construimos nuestro útero artificial, nuestra zona de confort primigenia.
Y así, nos volvemos arquitectos de nuestra jaula. Lo que se diseñó como un espacio seguro y cálido se transforma en una prisión para evitar el dolor. Estamos poniendo cada ladrillo de nuestra cárcel, limitándonos con paredes hechas por nosotros.
Pero ese lugar pequeño, en principio seguro, al final se convierte en la cueva de la cual no podemos salir por su peligrosa comodidad.